Dos factores confabularon para que los hermanos Tejada, oriundos de Pereira, íconos del arte colombiano, convirtieran a la capital del Valle en su casa: el espíritu migratorio de su padre, que los llevó a radicarse en Cali cuando apenas eran unos niños, y la soledad de Lucy Tejada al separarse de su esposo, el artista Antonio Valencia.
“Desde España llamé a mi papá que vivía en Bogotá y le pedí que ayudara, él me dijo: ‘Váyase para Cali que allá está Hernandito’ ”, y fue así como estos dos maestros hicieron su vida en una ciudad “salsera con los árboles más bellos de Colombia”, como ella describe cariñosamente el lugar que la acogió junto a sus hijos. Hernando fue el único que la apoyó en el momento en que ella decidió regresar a Cali, pues su padre la consideraba la hija descarriada.
Tranquila, en medio de incontables obras que esculpió “Tejadita”, como le decía a su hermano, recuerda momentos memorables en su vida, como cuando conoció a Alejandro Obregón en Bogotá, o cuando debió dejar de pintar en La Guajira por culpa del viento que arrastraba pequeños granos de arena que se adherían a sus lienzos, queriendo permanecer en ellos y en sus recuerdos.
Quizá por eso Lucy nunca olvidó La Guajira, y así, al llegar a España con su esposo y sus dos hijos, pintó de memoria Salineros de Manaure (1951) y Mujeres sin hacer nada (1957), Premio Nacional de Pintura de ese mismo año. En 1962 ganó el Premio de Adquisición en el 14 Salón Nacional de Artistas con su obra Los insectos, y en 1970 obtuvo el primer puesto en el Décimo Festival de Arte. Todas estas obras fueron pintadas de memoria, pues nunca utilizó la técnica de pararse frente al objeto para retratarlo.
“Mi arte siempre fue más imaginativo. Armaba en mi cabeza la composición y la iba plasmando, los colores iban surgiendo según mi estado ánimo”.
Su juventud
Tejada llegó a Bogotá recién graduada del Liceo Belalcázar, de Cali, para convertirse en una artista. Estudió inicialmente en un instituto cuyo nombre olvidó, al igual que muchas de sus vivencias en el lugar, pues no compartía la ideología de las monjas que dirigían el internado. Por eso en las tardes, después de sus lecciones de arte, Lucy se refugiaba en los museos de la capital. Fue ahí cuando descubrió la obra de Alejandro Obregón: “Empecé a ir a la exposición del maestro todos los
días durante mucho tiempo, hasta que un día salió y me dijo: ‘¿usted porque viene tanto?’, ‘¡pues porque me gusta mucho su obra!’, le respondí. Hablamos y él me dijo que me saliera de ese instituto, que me matriculara en Bellas Artes, le hice caso y ahí conocí a Antonio Valencia, el papá de mis hijos”.
Valencia también era artista. Después de vivir un tiempo en Bogotá y otro tanto en La Guajira, en un resguardo indígena que carecía de puertas, llegaron a España gracias a una beca que él consiguió. “Nos pasábamos las tardes visitando el Museo del Prado, caminando por las calles de Madrid, hasta que un buen día Antonio decidió irse a vivir con una argentina”. Fue entonces cuando Lucy volvió a Cali, a construir una casa lejos de la ciudad, y de sus antiguos recuerdos.
Inicialmente para conseguir dinero daba clases de pintura y arte en colegios de la ciudad, después empezó a organizar exposiciones en Pereira y en Cali, y el reconocimiento que fueron adquiriendo sus obras le consiguieron los recursos necesarios para terminar de construir su casa, en Cristo Rey, un barrio a las afueras de Cali.
Hasta allá llegaba su hermano “Tejadita” a visitarla, a mostrarle sus esculturas. “Yo le decía que le quitara tanta arandela a las mujeres que pintaba y esculpía, él también me daba una que otra sugerencia sobre mis pinturas, pero nos respetábamos mucho”.
Alejandro Valencia Tejada, se ha convertido en el gran promotor de la obra de su madre. En un taller ubicado a escasos 10 metros de la escultura más recordada de su tío, El gato de Tejada, al oeste de Cali, habla de la admiración que siente por ella. “Lo que más me asombra de la obra de Lucy es la vigencia de sus cuadros y la fortaleza de su carácter. Cuando algún cliente le pedía la misma obra que ella ya había pintado, le respondía en tono fuerte que ella no repetía nada. Siempre se renovaba y no se dejaba llevar por la moda”.
Hoy, a sus 88 años, Lucy habla con sinceridad. Habla del oportunismo de los nuevos artistas plásticos cuando se agarran de cualquier cosa para crear una obra, habla de la escasez de pintores jóvenes talentosos, y habla también de lo difícil que puede ser para una ciudad como Cali constituir un público que verdaderamente aprecie el arte. “Los caleños no están enseñados a ver obras, por eso acuden a los eventos del Salón Nacional de Artistas como si estuvieran en una procesión”.
La lucidez de esta artista se deja ver cuando en medio de los aplausos de la comunidad caleña que la acompaña en su condecoración en el Museo de arte Moderno La Tertulia, hace un alto en su discurso, guarda silencio por unos minutos y dice: “Me parece que ya estoy hablando demasiadas bobadas, gracias a todos por reconocer mi obra y mi vida dedicada al arte”.